By London Verdejo Torres

Abstract / Reflection

This essay, titled “Nunca aprendí a andar en bicicleta,” discusses human connection and its importance in our lives by telling a personal story of exclusion. It portrays how anxiety can inhibit one's ability to communicate with others and befriend people. I aim to illustrate the quintessential human experience of yearning to belong, since human beings are inherently social. Feelings of loneliness and isolation can be heart-wrenching, but I believe that they are also universal. I hope to communicate how important it is to reflect on the power of social interconnections not only in our lives, but in the lives of the people we surround ourselves with.

“Nunca aprendí a andar en bicicleta” was first written in a late summer night. This essay was born in middle-of-the-night writing sessions, since the topic of loneliness inundated my thoughts. I had recently started to write more non-fiction and poetry, since I’d only been writing fiction for a few months and I wanted to relearn what my non-fiction voice sounded like. During the Summer of 2022, I spent most nights alone in my childhood bedroom passing time with whatever tasks I could do, and this time reminded me of my late childhood, where I’d do the same things—I'd write, I'd read, or I’d spend hours watching some movie or show that I came upon in the most unlikely of ways. It was a little funny to me that I found myself in the same place a decade later, still filling the silence.

During that same summer, I restarted a collection of essays, stories, and poems. The essay I started that night then turned into a personal exploration of the ways loneliness has affected my view of human connections, and how even now that I’m a decade older, it’s still hard sometimes to feel like I belong to a particular group, even more so after moving to Lowell by myself two years ago. Nonetheless, with time and many efforts to self-actualize, I’ve learned to cope with the loneliness and siphon it into creativity, since my writing’s been what’s made me connect with more people throughout my life.

In short, “Nunca aprendí a andar en bicicleta” is an essay about growing up lonely and learning that I’m not alone; nobody is. There is a tether that all of us hold on to with hopes that another person’s holding the other end. I think that part of the beauty of being human is holding out hope that there’s someone on the other end—and that our desire to belong might drive us to be kind.

Nunca aprendí a andar en bicicleta

Cuando era más joven, recuerdo pasar por el parque cerca de mi casa mientras volvía de la escuela y ver niños en el parque andando en bicicleta. Hacían trucos con las ruedas para tratar de impresionarse mutuamente—si querían lucirse hacían vueltas rápidas, como si estuviesen en películas de acción. A veces me sentaba y los observaba, y me sentaba lejos—siempre por el borde del parque—en un banco de madera estrecho y duro.

No eran muchos los días que iba al parque a verlos, pero cuando lo hacía siempre salía del parque sintiéndome amargado—tal vez debería decir arrepentido, o melancólico. De chiquito no podía encontrar una palabra adecuada para explicarme. Pero nunca hice nada al respecto. Sólo me sentaba y veía a esos niños vivir mientras que yo permanecía encadenado al banco.

Nunca aprendí a andar en bicicleta, pero siempre quería hacerlo. Claro está, en ese momento me hubiese dado miedo acercarme a esos niños y preguntarles cómo aprendieron a andar en bicicleta. Con mi miedo, los vi saludarse y despedirse. Observé discusiones en las que alguien terminaba andando en bicicleta bajo la lluvia, pedaleando con una fuerza que casi rompía las calles. Recuerdo los intentos infalibles (en la mente de un niño, claro) de colarse en el parque. Intuí que las chispas de su rebeldía, de su individualidad, nacieron del roce de las ruedas en las calles del parque.

Crecieron, como hace la gente. Algunos todavía viven por acá, otros no. Algunos de esos niños siguen siendo amigos, creo, y quisiera imaginar que viven con la misma curiosidad y energía que tenían en esos tiempos.

Sin embargo, son teorías no más, porque nunca les hablé. No pude crear la energía suficiente para escapar del banco y pedirles que me enseñaran a andar en bicicleta, que me aseguraran que no debía sentir vergüenza porque todavía yo no sabía hacer algo tan elemental. No podía decirles que me parecían agradables, que me hubiese gustado ser su amigo, que aunque nunca pudiese encontrar mi equilibrio, todavía habría tratado de andar en bicicleta junto a ellos, avanzando hacia el final de la calle.

Pero yo los observé.

El fantasma de mi presunta ineptitud social me siguió durante los años, pero en ese tiempo específico, su presencia era sofocante. Después de ver a mis vecinos jugar en el parque, yo me encerraba en mi cuarto y leía. Siempre he tenido torres de libros enmarcando las paredes de mi cuarto. Desde que era pequeño, el acto de leer era mi portal hacia el mundo, hacia mis chispas. Recuerdo que con los años, mientras mi mundo cambiaba, la escritura y la literatura eran pilares en mi vida. Los textos del autor estadounidense John Green, en particular, impactaron esa búsqueda personal.

Green publicó un libro en el 2017 titulado “Mil veces hasta siempre (Turtles All the Way Down).” En este libro, leemos la historia de Aza Holmes, una joven diagnosticada con Trastorno de Obsesión Compulsiva (TOC, o OCD en inglés). Durante la historia, Holmes y sus amigos Daisy y Davis embarcan en una aventura para encontrar al billonario fugitivo Russell Pickett, el padre de Davis. Lo que me captivó en esta novela no fue necesariamente la trama de suspenso, sino más bien la relación entre Daisy y Aza. Daisy y Aza son mejores amigas desde la infancia, pero debido al TOC de Aza y su ansiedad crónica, su relación se ha deteriorado gradualmente. Daisy ya no siente que ella sea importante para Aza. Al final de la novela, Daisy y Aza resuelven sus conflictos interpersonales, pero la escena en donde ellas pelean se ha quedado conmigo desde la primera vez que la leí.

En esa escena, Daisy confiesa que ella piensa que Aza es egoísta y que a ella solamente le importa su vida, no las vidas de los demás. Daisy es pobre y tiene problemas en su casa, pero en ningún momento conversa Aza con ella acerca del asunto. Claro está, Aza está atrapada en su propio cerebro debido a su TOC. La escena me impactó porque yo me he sentido como Aza muchas veces. Si ese niño de nueve años hubiese escapado de su cerebro y de las dudas e hipótesis que lo ataban a ese banco de madera, tal vez mi vida habría sido diferente. Quizás habría conocido el sentimiento de pertenencia más joven, y quizás yo habría sido un hombre distinto presentemente.

Sin embargo, ahora esos niños del parque tienen mi edad, y son sus primitos, hermanos y sobrinos los que juegan los papeles de las obras que de pequeño veía esas tardes. Me pregunto si hay alguien en el público de nuevo.

Todavía no sé andar en bicicleta, después de todos estos años. Pero recientemente, uno de mis amigos aprendió. Mi amigo y yo nos conocimos en noveno grado, días después de llegar por primera vez a nuestra escuela secundaria. Mi escuela secundaria era una escuela única, ya que era una escuela residencial (o internado), con un cuerpo estudiantil pequeño: 200 estudiantes en total, 80 a 90 por clase. Los estudiantes, que eran los más destacados de Puerto Rico, tenían la opción de graduarse un año antes (en el undécimo, en vez del duodécimo) o de quedarse los cuatro años. Mi amigo—podemos llamarlo Ulises—y yo tuvimos todas las clases de nuestro primer semestre juntos, éramos de la misma ciudad, y vivíamos en la escuela como estudiantes residenciales (había estudiantes no-residenciales, pocos, pero existían). Ulises decidió quedarse los cuatro años y yo me gradué un año antes que él. Hace dos meses, lo visité en Boston, ya que se mudó para Massachusetts también, y me contó acerca del día en que sus amigos de la facultad le enseñaron a andar en bicicleta.

En los cinco años que había conocido a Ulises, yo no le dije nada sobre mis experiencias en el banco y mi amigo nunca me contó que no sabía andar en bicicleta. Yo nunca lo habría sospechado. Me contó que sus nuevos amigos lo llevaron a rentar una bicicleta en una de las paradas de las CitiBikes y le enseñaron a andar en bicicleta alrededor de su campus. Su cara mientras me contaba la historia brillaba con juventud e ilusión. En ese momento, lo único que sentí fue felicidad por él. No quiero imaginar lo difícil que fue para Ulises vernos ir y quedarse solo por un año, pero Ulises salió triunfante—más feliz no puede estar, y me da tanta alegría que por fin Ulises esté contento.

Nosotros, los seres humanos, no podemos vivir solos. No estamos solos. Cada ser humano que ha existido ha impactado el trayecto de la sociedad. Ahora mismo, yo estoy impactando tu vida. Todos estamos conectados de una forma u otra, es inescapable. Este hecho puede ser aterrorizante para algunos—sé que a veces lo es para mí.

Si estamos conectados mutuamente, estamos expuestos a la traición, al odio irracional, a la falta de respeto, y a la apatía. También es inescapable el hecho que la humanidad pueda ser tan cruel como es bella. Ese miedo puede causar que te encierres en un cuarto y observes el mundo con ojos prestados, porque en tu mente, la inacción es un escudo, y la observación es tu armadura. Si veo, si siento, si infiero desde lejos, no me van a herir. Pero resulta que estas protecciones fallan en su propósito, porque de todos modos vas a sentir dolor—el dolor de la soledad. Es un dolor que te puede asfixiar y destruirte gradualmente, convertirte un cuerpo flotando en la mar.

Hay veces que tenemos que gritar por el salvavidas. Nunca aprendí a andar en bicicleta. No tengo buen balance ahora mismo, pero sé que con el tiempo me ajustaré. La acera me espera cuando me caiga una y otra vez, pero luego una mano me esperara también, extendida, lista para ayudarme y darme una palmadita en la espalda y señalar al norte. Y no importa si a veces esa mano es la mía. Sigue ahí, que ya mismo te sale. Dale, una vez más.

Biographical Statement - London Verdejo Torres

London Verdejo Torres is a junior English Major (Creative Writing Concentration) at the University of Massachusetts Lowell. His writing practice involves stories, non-fiction essays, and poetry. London is the Honors College Robert J. Lechner Fellow for the 2022-23 academic year and during this fellowship, London created a manuscript for an interactive novel. He was born and raised in San Juan, Puerto Rico and moved to Lowell to embark on his undergraduate studies. As he completes his Bachelor of Arts degree, London’s future academic goals include obtaining a M.F.A. in Creative Writing and a Ph.D. in a literary discipline. He aspires to become an English professor and teach students worldwide about the power of storytelling and the importance of education. You can stay updated on his works via his authorial Instagram blog, @londonistyping.